El esfuerzo.
Cómo costaba encajar en esta
nueva tierra..., cómo aprender a vivir cada día sin ese entorno propio... y día
a día construirlo como sea posible conviviendo con lo nuevo y afianzando sus
costumbres; así, de a poco, como una cuña que momento a momento va incrustándose
en la nueva tierra, hasta ser parte de ella, así, María va mezclando su día y
sus años, con lo que traía. Porque todo era tan distinto al decir del idioma...
que, desde el paisaje, el ritmo y las costumbres modificaban diariamente sus
momentos. Comunicarse con la gente costaba esfuerzo, risas y muchos enojos. Su
principal lenguaje en ese tiempo fue el de señas y monosílabos que en la mayoría
de los casos mal pronunciados lo complementaban, entender significaba todo un
tema aparte, ya que en muchos momentos se lograba, o se acudía a la intuición
como único modo posible de entendimiento. Esa intuición y el perseverar, la
llevan a lograr una no despreciable convivencia con los lugareños que, poco a
poco fueron convirtiendo las risas en apoyo haciendo que la forastera
transformara sus enojos en palabras. Junto a la nueva vida y con un incipiente
diálogo transita una etapa dura y plagada de descubrimientos, que con mucha
rapidez fue atesorando para enfrentarse a “la américa”. El cambio era grande. Tan
grande era el cambio que hasta lo simple y cotidiano se tornaba complicado, desde
entender la moneda hasta conseguir las especies para preparar sus recetas fue
costoso; pero con el tiempo las complicaciones se fueron disipando y como un
claro amanecer de primavera donde el sol renace con la pulcritud del alba y el
día florece abriendo sus pétalos a la luz para fotosintetizar su existencia, María
comenzó a revertir el proceso y enseñando su sapiensa, como pudo, se entremezcló
con sus pares dando a luz una nueva etapa de su historia. Ya había gastado todas
las especies que traía su baúl, pero iba descubriendo otras, plagando su cocina
de nuevos olores, nuevas raíces, nuevos brotes y semillas. Para ella todo en “la
américa” era mucho, grande, abundante y hasta en cierto modo interminable.
Excepto lo que su corazón aún no lograba completar.
La abundancia, no solo enmarcada
por un vasto territorio infinitamente más grande que su terruño natal de unos 10.000
kilómetros cuadrados; sino por lo virgen y fértil de sus campos y lo acaudalado
de su río, distinto a su Líbano, donde la siembra era mayormente en terrazas o
en pequeños solares, allá donde sacrificar un borrego era una fiesta anual y
valorada. El contraste era desproporcionado y hasta carente de lógica para ella.
La casona de la calle ancha que crecía en ladrillos, apilados al mejor estilo
occidental, de ventanas altas y puertas dobles era una muestra. Aquí la siembra
era próspera y se daba en grandes latifundios, el ganado pastaba por cientos,
la carne era el plato principal de la dieta patagónica, todo se daba en lo prometedor
de sus siembras y en lo prolíferas de sus manadas, y tuvo ante su asombro una
fauna y flora nueva para descubrir.
Desde esa casona de la calle
ancha hasta el pueblo viejo y desde ahí hasta la vera del río, caminaba María para
juntar bolsas de pétalos de rosa silvestre con los que hacia agua de azahar. Recogía
hierbas, frutos y hongos. tomando todo lo que esa naturaleza virgen le ofrecía,
y la mayoría de los lugareños, por ignorancia o comodidad, no aprovechaban. Su analfabetismo
no impidió que capitalizara todo lo vivido en la guerra y lo que había
significado transitarla. Así transformaba,
y al hacerlo enseñaba y al hacerlo aprendía y hacía. Porque también aprendió
mucho de esos lugareños apáticos al principio, pero familiarizados a partir de
descubrir su existencia. La existencia de manos que con primaria y rudimentaria
simpleza convertían la uva en vino, la aceituna en aceite, los frutos en conservas
y los pétalos de rosa en agua de azahar, manos con las que amasó el barro y que
también amasó el pan, manos que recolectaban miel, que sembraron los surcos,
que cosecharon, afirmaron y también acariciaron.
Su casa fue creciendo en ladrillos
y en gente al igual que su huerto en el que en pocas cantidades logró concentrar
una quinta entera con su correspondiente granja en la que crio y cosechó en
grandes cantidades, naciendo así el aceite, el vino, las especies, las conservas
y los tejidos de María, la turca. Creció en gente con la llegada de un hijo de
sangre primero y de varios de la vida... de esos que llegan al momento y pasan
a formar parte de los afectos y las preocupaciones propias de un vástago.
¿Por qué a los árabes, sean
sirios, libaneses o de otro sitio de oriente próximo, se los llamaban turcos?
Debemos recordar que, en el contexto histórico de la mayor corriente migratoria,
de esos países a américa, todos ellos formaban parte, como provincias,
principados o administraciones de la expansión del Gran Imperio Otomano, la
Gran Puerta, el imperio turco, y si ahondamos en preguntarnos ¿por qué a muchos
de esos árabes, se los llamaba sirio-libaneses? No escapa de la descripción
anterior, ya que el Imperio moldeó sus fronteras y divisiones internas entre
sirios y libaneses peinando y despeinando límites.