miércoles, 10 de febrero de 2021

María Sarkis Yazbek Murad Murad de Murad - EL HOMBRE

El hombre.

La historia dentro de la historia, parte de la historia.

Tomaré un momento para hablar de él.

La piel aceituna delataba cierto ADN de origen, aunque otro componente, externo, terminaba de sellar el color de su piel, curtida por el sol de la montaña y pigmentado, pincelada tras pincelada, por cada hora de dedicación a labranza, de carácter tranquilo, más bien callado, de gestualidad mínima, de rasgos duales, que mostraban seriedad y demostraban afecto y ternura, amigable, creíble, con estados solitarios y momentos de sociabilidad manifiesta, hábil en los negocios, emprendedor, trabajador incansable, tomado por los mandatos, con los que entablaba día a día una lucha de supremacía.  Así lo describía su bitácora, que el juglar repitió hasta que los mortales entendieron de quien hablaba y por qué enfatizaba ciertos episodios, como para diferenciarlos de otros o posicionarlos, en el sitio correcto de la historia que le tocó en suerte. Los calificativos enmarcaban al joven de cabello rizado, castaño oscuro, corto y ya con algunas incipientes canas a pesar de su juventud, con ojos de mirada intensa y penetrante color azabache, de labios gruesos y nariz aguileña, combo fiel en un ejemplar de oriente próximo, descendiente fenicio de la montaña, que generación tras generación reafirmaba su genética costumbrista de trueque, con un ejemplar respeto por su familia, cumplía cuidadosamente los preceptos patriarcales, casi sin discutir las formas, convencido que era ley y como tal debía cumplirse. Soñador de sueños simples, pero no por ello menos ambiciosos, que solía recostarse en el pasto de la escalonada siembra, tratando de interpretar lo que el paso de nubes le mostraba mientras se formaba la tormenta de verano, o cuando ante un cielo intensamente celeste y radiante, intentaba traspasarlo leyendo lo que esas otras páginas le motivaban a proyectar en su intención de futuro. Sin ser un romántico soñador, tenía la capacidad de arriesgar un deseo al que quería ordenar y promover para sí, una mujer, una familia, hijos y todo inserto en lo que su tesón y trabajo iban forjando; pero también rondaba en su futuro, germinar la semilla de américa, hacia donde su hermano José hijo de Antonio, nieto de Antonio, había partido con esa juventud sedienta de esperanzas y porvenir, si, lo magullaba en secreto y solo algunas , muy pocas veces, lo hablaba con Antonio hijo de Sarkis, su padre, que conmovido con el solo hecho de ver alejarse a otro hijo, balbuceaba monosílabos híbridos y hasta carentes de gestualidad, a sabiendas que su corazón no quería involucrarse y sentir la carga del propio reproche, pero también era consciente que la situación socio política no era esperanzadora, sino que por el contrario favorecía a esos jóvenes a emigrar, ante el dilema entre el hambre y la muerte, ya que los enfrentamientos eran cada vez más frecuentes e indiscriminados, e iban siendo sitiados en las montañas, sin ninguna perspectiva de vida que no sea la pobreza. La historia del Líbano es una historia de sangre, de sangre vertida en las intestinas luchas de clanes y familias originarias de la montaña, pues una guerra secreta yace siempre por debajo de los conflictos armados, que brotan en la población. Era sabido que en esos tiempos el Patriarca había negociado su poder y pasando a ser un funcionario de recaudación de la Gran Puerta, delegaba las esperanzas de su rebaño a la providencia del sálvese quien pueda, sin dejar de manipular al pueblo mezclando los mandatos con la culpa y con los deberes terrenales, asumidos en esos pactos espurios, beneficiarios de sus arcas y las del sultanato; y motivadora de los movimientos del califato, que por esos tiempos también ejercía su presión, supuestamente legítima, heredada por linaje. Todos empujaban y los únicos oprimidos empujados eran los hombres y mujeres que habitaban su tierra, que ya parecía no poseerles, debido al acoso impositivo.

En ese contexto, ellos seguían labrando surcos y esparciendo semillas, haciéndose creer los unos a los otros que dios proveería, una cosecha prospera, una vida mejor, un futuro más digno, preceptos heredados de ese costumbrismo bañado por múltiples religiones, cuya influencia, aún en los ateos, marcaban la culpa, el perdón y la obediencia, como rasgo de sumisión a los designios del gran poder, que personificado en el Príncipe, el Patriarca, o quien fuera enviado del Sultán ahora y el Califa en su momento, desangraban, sometiendo y explotando, ya que desde el reparto de tierras al de cargos, se manejaba con la impunidad del soborno y la manipulación de voluntades.

Él lo sabía a medias, lo incomodaba, pero no le sostenían la dimensión de su fuerza. Lo sabía por lo que Antonio Murad, hijo de Antonio, su padre, decía como patriarca de su familia, lo sabía por la otra versión, cercana o no, con agregados o no, de los dichos de sus pares al juntarse en la labranza, lo sabía por lo que veía en los comportamientos ajenos, en el murmullo del gentío en el pueblo o en los dichos de su tío párroco, en el sermón dominical, pero… ¿lo sabía?, digo, ¿había logrado internalizar lo que pasaba? O simplemente lo veía como algo que pasaba a los otros y que, si dios quiere, a mí no me va a pasar, porque de eso se trata en gran medida el seudo individualismo, seudo ateo de su juventud, mezcla de obediencia, dudas, prohibiciones, deseos terrenales de una adolescencia cuya sexualidad despertada no solo quería satisfacerse con el auto conocimiento, que por esos tiempos capitalizaba toda su atención, hasta tener decidido quien sería su destino inmediato, sintiéndose presa de esa ensalada de ideas, de poca información no siempre comprobable, es que intenta ordenar sus pensamientos y tener una charla más realista con su padre, quien al principio lo toma como una simple duda de juventud, pero que al correr del relato, entiende la profundidad de la duda y la necesidad de hacer uso de toda su experiencia (que por cierto no era tanta, ya que su vida había sido bastante lineal y sin salirse de la media de los usos y costumbres del clan), para intentar aconsejar a ese hijo que demostraba haber saltado la valla de la pubertad y ya caminaba el sendero de la juventud. Ambos, Jorge Antonio, nieto de Antonio y Antonio, hijo de Antonio, apelarán a sus propios morrales, con el afán de encontrar las mejores palabras, las mejores expresiones, en un intento de buena voluntad para el logro de buenos deseos, ambos, el uno desde sus interrogantes de joven y el otro desde sus pocas experiencias de padre, el hijo haciendo hincapié en el deseo, aunque en la práctica no dándole la contundencia necesaria, el adulto, respondiendo más con preguntas y gestos, que con evidencias, un pin pon en cámara lenta, porque entre el decir del uno y el del otro, los silencios se apoderaban de gran parte de los minutos, al punto de la distracción o de la necesidad de la repregunta, y era obvio, el uno sabía que de una manera más que tácita, estaba asumiendo su hombría y el otro a sabiendas y a pesar de ello, debía seguir ejerciendo su paternidad, sin debilitar su patriarcado, un dilema al que ambos, parecía ser, estaban dispuestos a asumir, habida cuenta, que daban el consentimiento para dicho encuentro, en el que no siempre se llegaba a un término, sin que muchas veces se hiciera participe a algún otro miembro y sobre todo si se tratara del  párroco, a quien se le atribuía una sapiencia superior, susceptible de ser tomada como verdad y cuya aprobación los haría beneficiarios de no tener que cargar con una culpa, sino que por el contrario, con su beneplácito, la buenaventura sería presagio suficiente y esperanzador.

Ya habían pasado varias semanas de esa charla entre padre e hijo del clan Murad, cuando al volver una tarde de labranza, Antonio, hijo de Antonio, el padre, detiene su andar y con voz calma, dirigiendo su mirada a Jorge Antonio, nieto de Antonio, el hijo, dice: es hora de que pienses en tener una familia, tu familia, una descendencia, al igual que tu padre, tu abuelo y todos los que te precedimos, porque esa es la costumbre y así debe ser. Tus ideas de seguir a tu hermano José pueden esperar, hoy tu lugar es aquí, y por tus dichos la fuerza de tu deseo está más aquí que allá, américa aún no ha madurado en ti, ve donde tengas que ir, y procura tu descendencia. Fue contundente, no dio lugar a silencios que invitaran a reflexión, fue calmo pero firme y con tono patriarcal, como imbuido del poder que le otorga la ley invisible de la costumbre, en la creencia y con la convicción de que su decisión era lo mejor para su vástago, un joven vigoroso, aunque un tanto influenciable por los mandatos de su familia, retomó el camino, andando el resto del sendero en silencio y nunca más hablaron del tema, ni entre ellos ni con nadie, hasta que otra de esas tardes en las que regresaban de un arduo día de trabajo en el campo, el hijo, pidiendo permiso dice: padre, mañana iré a Shatín, a casa de José y pediré a una de sus hijas, a  lo que el padre asintiendo con su cuerpo respondió: lo que tendrá que ser, será, dios te acompañe. Y así fue, partió esa mañana rumbo a la aldea vecina, mallugando frases de lo que debía decir, nervioso por lo que podría escuchar, sujeto, por momentos, a los deseos de regresar, aminorando su marcha, buscando escusas para dilatar su llegada o entreteniéndose en comer bayas de algarrobas silvestres, pero seguiría avanzando, hasta que da con el sendero que lo hace desviarse del camino real y llegar a la casa de su pariente, lo recibe afectuosamente aunque sorprendida, Camela hija de Yazbek , también Murad, cuya inocencia no descifra el porqué de la visita, si era por dar una mala noticia o por simple casualidad, al encontrarse de paso, y ofreciéndole un cuenco con agua, lo invita a caminar junto a ella, rumbo al campo, donde encontraran al resto de la familia, abocados en controlar las tareas de labranza, trabajo habitual al que él estaba acostumbrado y tomó con total naturalidad, viendo a su paso parte del valle escalonado cubierto de simultáneos surcos, cuidadosamente labrados donde estaba su pariente José Sarkis, primo lejano por otra rama de su padre, también Murad y dos de sus hijos nietos de Sarkis y Yazbek , su otra hija, María, nieta de Sarkis y Yazbek, más adelante, distraída, jugaba con un cachorro que su hermano había traído a casa hacía unos días, sin darse cuenta lo que estaba ocurriendo a sus espalda y sin pensar, más bien en blanco o por momentos recitando alguna oración de alabanza y agradecimiento por lo que para ella era su mundo, su capital, su familia. Los hermanos eran muy unidos y se apoyaban los unos a los otros y entre todos a sus padres, pero entre María y Hanan ese vínculo era aún más estrecho, compartían todo, sus alegrías, sus tristezas, sus sueños, sus recreos en el campo, sus largas caminatas al bosque de cedros, sus risas mientras peinaban sus rizos antes de dormir o cuando cuchicheaban de alguna proeza de su hermano Pedro, al que ambas admiraban y consentían, sintiéndose protegidas.

Un cruce de miradas entre parientes bastó para entender el motivo de la visita, que los llevó, invitados por el adulto mayor y la situación, a caminar, alejándose del grupo, con el fin de poder hacer las preguntas de rigor y recibir las esperadas respuestas acordes, siguieron caminando en silencio hasta que los minutos no sostenían más el momento y como para romper el hielo, la pregunta de si su padre sabía que él estaba allí, se escuchó muy amablemente pero con la necesidad de saber, porque de esa respuesta estaría pendiente la continuidad de la charla, debía saber que tenía el consentimiento y la anuencia, que justificara semejante osadía, poniendo en juego el honor de la familia. Todo eso se disipó cuando un “sí, claro”, se escuchó con firmeza, distendiendo un mínimo, la tensión, que continuaba ante las preguntas y respuestas que en cascada se sucedían, con la ansiedad de un padre en no cometer un grave error y los nervios de un joven en no poder dar marcha atrás ante solemne presencia, y en determinado momento, el grupo que los veía a lo lejos, escucha la voz del padre que llamando a María, gira su andar y retorna sobre sus pasos a su encuentro, que acompañado por murmullos delatan las miradas entre las hermanas , ellas con su madre, la confusión, la obediencia, la sumisión, el sacudir el polvo de sus vestidos, el recoger el mechón lacio que se escapaba de su pañuelo, la seriedad en su rostro, el temor en sus gestos, la mujer cuasi cosificada rumbo a lo que ya imaginó pero no quería escuchar, negándose a la traición, al sostener un dolor, al romper una ilusión que había acompañado a construir en el corazón de su hermana, y se encuentra ante la firme mirada de su padre, que sin mediar palabra, acaricia su rostro para luego decir: que dios te bendiga, mi hija, que lo que tenga que ser, sea y ella sin responder, regresa corriendo a brazos de su madre, quien la acobija, le murmura esperanzas que no escucha ni ella misma cree, mirando a su esposo, con amargo sometimiento, pero sabiendo que no podría modificar nada de lo que ocurría, mientras su hija lloraba una culpa que no era suya y la otra derramaba lágrimas de dolor y desesperanza, de rotura, de ceguera que no le dejaba ver la mirada de su dios que la había abandonado para dedicar su bonanza en los deseos de un hombre que no la elegía, sino que por el contrario, zanjaba  un abismo entre ella y su hermana, que por su parte era capaz de entender ese sentimiento desesperanzador y trataba de sostener, aunque mas no sea, un endeble pero sincero puente en ese abismo. Fueron días cuyas horas transcurrieron colmadas por silencios y sollozos, cuyos mínimos diálogos se iban dando entre pares, como los esposos, o las hijas en la oscuridad de las noches y en el silencio de sus lechos que no lograban ni sueño reparador y menos descanso, pasando los días solamente justificados por el cumplimiento de las tareas de rutina y por algunas charlas entre madre e hija, referidas a lo que su vida le depararía, en el afán de allanar un camino que ni ella sabía si aun siendo madre de varios hijos lo había logrado, horas que un día dieron el tiempo en que él volvió a buscarla, y partió a su nuevo destino, el pueblo de Tannurín, previo paso obligado por la iglesia donde su tío era el Párroco, quien le daría la bendición y sellaría sus votos matrimoniales, acompañada por sus padres y hermanos, como gesto de amor y consentimiento. Dejo gran parte de su corazón en poder de los que amaba, con la incertidumbre de todo, porque nada era mínimamente conocido, pasando de ser una hija y hermana feliz a esposa elegida, para vivir con otra familia, cuyo patriarca será su suegro y no su padre, cuyo apoyo materno será su propia intuición, ya que su suegra nunca será su madre, todo jugándole en contra, en un matrimonio que hacía feliz a un hombre que por tal tenía el poder ungido por su sexo para elegir, con el aval de otro hombre, su padre y patriarca, su párroco y hasta la propia ley que le hacía un guiño: la pides y te la dan o la raptas y los obligas por honor a aceptar, ni más ni menos, ah, y obviamente, todo esto con el acuerdo indiscutible de todas y cada una de las religiones existentes en el oriente próximo.

El camino de Shatín a Tannurín no es recto, zigzaguea en un paisaje verde, con algunos cedros y montes achaparrados, con rocas calizas por momento y con algunas cuevas que se muestran entrada la ladera, lo transitaron al principio rápido, el uno por la ansiedad del hecho y la otra por querer hacer menos lenta esa agónica despedida, luego mermaron el andar ante el cansancio y el acercarse a la realidad, hasta que saliéndose de la ruta, tomarán el sendero de la izquierda que con una leve inclinación llega a la casa, donde nadie se percata, hasta que en un gesto de llamar la atención él nombra a su perro que va a su encuentro con demostración de afecto por ver a su amo, y es allí donde ella ve por primera vez la mirada de una mujer que intentaba desvestirla injuriosamente ejerciendo el poder que la posición de madre de varón le daba en ese momento, le devolvía, después de tantos años arrebatada, cuando ella había ocupado su lugar, era Cecilia Murad, esposa de Antonio, hijo de Antonio  pero tampoco sobrina de Sarkis, todo un ritual que el patriarca Antonio, hijo de Antonio, también Murad y primo por otra rama de Pedro, su padre, trata de disimular, dándoles la bienvenida con la correspondiente bendición, que los ungía a consumar el matrimonio, en esa casa, con toda esa misma gente, en el silencio y deseo no correspondido, pero con la obligación del mandato paterno, con la ansiedad del uno que vería cumplido su rol y el silencioso llanto de quien sabía se sometía cerrando definitivamente la posibilidad de su hermana o de ejercer su deseo, intentando de ahora en más ir transformando esos sentimientos en un afecto para quien dejaba de ser su primo, para ser su esposo y padre de sus futuros hijos. El día siguiente amanece con el olor a café recién hecho, a pan tibio y a leche recién ordeñada, al bullicio de las mujeres rodeando el pozo de agua, las unas lavando, las otras juntando agua, y mientras él se va con su padre a la labranza, ella queda con las mujeres a cumplir las tareas de la casa, algo que no era ajeno a ella, pero con un contexto totalmente diferente al que se le daba ese día, con un silencio que demostraba el no deseo de comunicación, ve cómo su suegra Cecilia revisa las sábanas de su noche, comprobando su virginidad concedida en tiempo y forma, mientras otra de las mujeres sin mediar palabra la guía ante el gran cesto de trigo donde se zarandeaban los granos para bergul y harina, un paso previo a preparar el pan y el tabule u otra comida no ajena a su conocer, pero que por razones obvias, en este caso, carecían de la música y el ritmo que con su madre y hermanos solían poner a esos momentos. Los quehaceres se fueron dando, preparó una cesta con pan, aceite y algo más, y se encaminó al campo al encuentro de su marido, que ensimismado por la labranza no la vio llegar, hasta que sintió el crujir de una rama de cedro rozando el vestido de ella, quien con un gesto le acerca la canasta, indicando que era su almuerzo, al que la invita a compartir en demostración de conformidad y satisfacción  por sentir lo ocurrido esa noche, y acepta, aceptando que de ahora en adelante ese sería su destino de esposa.

Así fueron transcurriendo sus días y noches hasta que con la luna de los 9 meses el llanto de una niña, a la que llamaron Cecilia, colma de sonido la casa y mientras que ella lloraba abrazándola las matronas salían a dar la noticia de que estaba sana y los hombres cruzan miradas de virilidad cumplida, fueron tiempos en los que la vida le regalaba a ella algunos momentos de felicidad, pero también de responsabilidad mayor, ya que al ser una niña, debería velar doblemente por su futuro, en el que si bien se sentía involucrado, no dejaba de intentar por el hijo que diera continuidad a su estirpe y fuera orgullo de su ascendencia, y así ocurrió, luego de dos años y algo más, en medio de revueltas internas, que hacían difícil la vida en la montaña, engendra su hijo varón, Pedro, con legado corto, con desenlaces previsibles, pero que en lo cotidiano se veían camuflados por la confusión, malestar en la aldea, una siembra que cada vez se hace más costosa, impuestos que rentan el ahogo de los campesinos y enriquecen las arcas del Príncipe, el Patriarca y el Sultán, precipitando la decisión que ya había vuelto a discutir con su padre, quien ante lo que se vivía, asiente y sugiere parta solo a américa al encuentro con su primo José. Se lo informa a ella como una decisión tomada, sin dar derecho a opinión, simplemente indicándole que partía en busca de un porvenir, dejándola con tierras sembradas, prontas a cosechar y que eso le serviría para vivir hasta que él mandara a buscarlos, y partió con tan solo una maleta rumbo al puerto, tomando el sendero que lo llevaba a la calle mayor, donde ella con una hija de la mano llorando y un bebe en brazos,  ve perder su silueta y escucha la voz de su suegra que ante el silencio y la mirada baja del patriarca dice: toma tu ropa , tus hijos y esta canasta de comida para el viaje y regresa a casa de tus padres, nada de lo que hay aquí te pertenece, no eres merecedora, todo lo que forjó y sembró nuestro hijo alcanzará solo para nosotros, donde ni tu ni tus hijos tienen cabida, y así, pese a que la siembra fue fructífera y prometía una rica y abundante cosecha, sin derecho a réplica, desanda los pasos que la trajeron y regresa a Shatín, sintiendo una sensación amarga de desarraigo de su propia tierra, la que había aprendido a vivir no por propio deseo, sino por la voluntad de los otros, muy injusto todo, así lo sentía y lo vivía, mientras caminaba junto a sus hijos por la calle ancha, hasta que en una curva, ve la casa de su padre enmarcada por ese monte de cedros y a la derecha del ultimo arbusto, la figura de su hermano, que la reconoce y corre a ella gritando buenas nuevas de alegría, pensando que se trataba de una visita amorosa y no de un destierro inesperado, se abrazan lloran, caminan hacia la casa y es allí donde comienza un nuevo capítulo de ambos, ella de regreso a su familia, por la decisión mezquina de otros y él rumbo al nuevo mundo, empujado también en cierta medida por las decisiones de otros.

Una estrella fugaz se deja ver en el inmenso azul que se junta con el mar, ya había embarcado a un viaje, que le deja ver las puertas de occidente mientras la neblina deja atrás las laderas y caseríos de su propio terruño, más se adentra en el mar y más se abre una ventana nueva de imágenes muy distintas a las conocidas en la montaña, caseríos costeros de fisonomías más coloridas, distintas al sepia de la piedra en sus montañas, vestimentas más ligeras, sobre todo en las mujeres de puerto, registros que superponiendo imágenes dejan velar su mirada de los días pasados, memorizando lo nuevo con el afán de mimetizarse y ser uno más en la multitud de hombres y mujeres que viajan con un casi calcado objetivo, aunque es probable que el de él sea más lejano, ya que su destino lo espera en la Patagonia de un país despoblado a medida que se aleja de la capital y cuya muy reciente conquista del desierto (1878/1885), esa matanza que hace el general Roca en la “campaña al desierto” fue financiada por la sociedad Rural Argentina, la misma que existe actualmente, aún está presente, con resabios de escaramuzas, en la que gauchos  se revelan al poder central, al exterminio de pueblos originarios, a los que ponen como los culpables de todos los males, para justificar la avaricia de las familias patricias que detentan las bondades de la Pampa Húmeda, la concepción de “civilización o barbarie”, como imperativo para justificar la aniquilación progresiva y sistemática de los grupos indígenas. Sin estar enterado, aun, de nada de esto, viaja pensando en las bondades que recuerda haber leído en las dos o tres cartas que recibieran de su primo, en las que hablaba de la abundancia de sus suelos, de la inmensidad de sus campos, de las virtudes de sus mujeres y de lo comerciable que era todo y las ventajas de ser una actividad que ellos como descendientes de fenicios ya conocían, como las de labranza y cosecha, que los lugareños ignoraban, ya que su única actividad era prácticamente la ganadera, domando potros, esquilando ovejas, salando cueros, entre otras, pero no mucho más que eso, porque fueron las distintas corrientes migratorias, las que introdujeron a la casi virgen américa del sur sus culturas y con ella sus costumbres, sumando y potenciando el desarrollo de esas tierra, algunos con más criterio, otros con menos bondades, pero todos con una ganancia extra por sobre la gauchada de lugareños, embaucados muchas veces por la picardía y la malicia del extranjero, que en rigor de verdad, su mayoría, era gente trabajadora y honesta, pero en su gran porcentaje con el denominador común de haberse contaminado, a su paso por la capital, de ese odio visceral al indio, a quien se consideraba como mínimo ciudadano de segunda y como casi natural, animal indomable susceptible de ser exterminado, logro que cometió el general Roca, en su tan mentada campaña al desierto, en donde no solo diezmó tribus enteras, sino que logró conquistar otras, poniéndolas a su servicio, haciendo que fuesen el instrumento de guerras intestinas, matándose entre hermanos, robando sus ganados y empujándolos a la cordillera, si es que en el camino no lograban emboscarlos y hacerlos desaparecer, coleccionando orejas y cueros cabelludos, como trofeos de guerra, una guerra  consensuada unilateralmente por el poder del blanco, con el propósito de acaudalar las arcar de su ambición lujuriosa, donde también aquí la religión pone su pata más sólida, compitiendo con los hechiceros de las tribus, usando las mismas herramientas de misterio, culpa y obediencia, apuntando a “convertir” a los caciques, para que éstos le allanaran el camino al resto de la tribu, haciendo uso para dichos fines, las aberraciones más feroces en el medio, desde mandar torturas, matar y hasta justificar saqueos y robos de mujeres y niños, un trabajo sucio a los fines de obtener prebendas del poder, protección, posesiones y por qué no indulgencias papales, porque las leyes se habían copiado del viejo continente, y a partir de la independencia, se iban superponiendo y modificando, según la conveniencia del gobernante de turno, según los intereses de la elite que había puesto a ese fantoche como cara visible de sus ambiciones.

En ese contexto llegó a Coronel Pringles, un poblado en la margen norte del Rio Negro, fundado como avanzada de la conquista del desierto por el general Mitre, a unos 100 kilómetros de la costa del mar, donde lo recibió su primo, que había formado familia con una lugareña, que le había dado seis hijos, y con quienes convivió al principio, hasta que terminó de instalarse y dedicarse a lo que sería su actividad, comerciante, ambulante por los campos de la zona, hasta juntar capital necesario y edificar su propio almacén de ramos generares, incluido la compra venta de cueros a la paisanada de los alrededores, en un cuarto de manzana a dos cuadras de la casa de su primo, comenzó la construcción de lo que sería el negocio, el galpón de acopio y su casa, y parte de eso es con lo que se encontró su mujer, cuando 11 años después de su llegada, mandó buscar, años en los que el mundo no solo vio pasar dos lustros, sino que fue partícipe de una guerra mundial, cuyos daños colaterales fueron tan o más rapaces que la propia contienda, daños que durante años siguieron replicándose sumiendo a pueblos enteros a dichas consecuencias, mientras que otros disfrutaban los trofeos de guerra, haciéndose dueños de países, colonizadores de otros o escondiendo bajo feudos, protectorados camuflados para extraer las riquezas y someter a la gente, explotando minas de distintos metales, exterminando especies para extraerle sus pieles o marfiles, y cuanta codicia sea posible de alimentar tras un poderío bélico. Con mucho trabajo, astucia y dedicación, fue creciendo su negocio y con él su nombre, ante la mirada de los lugareños, por su conducta, su trato afable, que lo diferenciaba de su hermano, con un perfil más simple y limitado, veía la admiración de sus sobrinos, a los que  sentía en esos largos 10 años, como propios, y quizá a eso se debía, en parte, la tardanza en mandar a buscar a su mujer y cuando lo hace, no incluye en el viaje a su hija, hasta que no se sabe si por remordimiento, por presión, por culpa o por qué, manda el dinero necesario y a los pocos meses de ese año 1924, se reencuentran en las tierras del paraje de China Muerta, a unos 40km de Coronel Pringles, donde retoma esa asignatura pendiente que lo llevará a completar el resto de su historia, plagada de anécdotas de todo tipo, pero que dejan en claro sus sentimientos y el peso de su palabra comprometida, con la familia, con su familia, pero por sobre todo con su conciencia, con la que tuvo que esgrimir varias disputas, para consensuar una pacífica convivencia, porque no se sabe a qué nivel lo afectó, si es que lo hizo, la muerte de un hijo que no conoció, si es que fue presa del vilo en los años de la guerra, pensando en el destino de su familia, en cuánto pesó su decisión de no mandar lo necesario para migrar a su hija, en fin, lo que queda claro es que de una u otra forma, logra redimir esos “pecados”, con la intervención y la fortaleza inclaudicable de su mujer, con quien convive 12 años más, hasta que una enfermedad terminal decide que su calendario estaría acabado ese 25 de diciembre de 1936, a los 43 años de edad. Su nombre era Jorge Antonio Murad Murad, nacido un 25 de mayo de 1893, hijo de Antonio Murad y Cecilia Murad.

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