viernes, 10 de diciembre de 2021

María Sarkis Yazbek Murad Murad de Murad - LA PERDIDA

La pérdida.

 

El calor de ese diciembre recrudecía en el silencio de las primeras horas de la tarde, donde el dolor protagonizaba la totalidad del momento. El cielo limpio y una brisa constante alentaban los ardientes rayos de sol que se incrustaban sin cesar en la galería del patio resecando todo lo que a su paso quemaba. Sin piedad y como imponiendo presencia exigía que las mujeres, balde tras balde, mojaran los pisos y las plantas para que el caliente viento se fuera transmutando en agradable brisa. El calor menguaba con el paso de la tarde a la noche y la oscuridad traía la zozobra y los temores del dolor presente en la carne del hombre y el corazón y pecho de los otros; los que cuidaban de él y esperaban el milagro, ese que dicen viene con la Navidad.

Junto con la Navidad de ese año llegó su hora y el mismo día murió. Y sí... ¿porqué no morir en Navidad? Para quien “quiere”, duele tanto que alguien muera un día cualquiera o en Navidad; los afectos no miran fechas ni se atan a festividades, no conocen credos. ¡Los afectos simplemente quieren (como si querer en este caso fuera poco), pucha! que respetable suena aquí esa palabra... si se me erizan los pelos al pronunciarla y me tiembla el pulso al escribirla. Es muy fuerte tomar conciencia que a ese alguien al que queremos, no lo veremos más, que se murió, que solo nuestro recuerdo y nuestra imaginación nos lo hará presente. Recuerdo de todos sus momentos de vida e imaginación del hoy si estuviera; un juego de verdades e ilusiones que combinados nos quitan un suspiro de nostálgica alegría.

La vida se tornó sepia y en rigor de costumbre así lo hizo propio, honrando su nombre y pregonando con su ejemplo. A más desgarrador el relato, más intenso su compromiso en los detalles cronológicos. Hasta su postura corporal acompañaba cada gesto y cada frase. Tenía la capacidad de envolver con su decir todo lo que la rodeaba. Era como ver una película, ser parte de ella, transitar todos los recovecos y los laberintos de su camino, camino que muchas veces acompañé en la escucha e interpretación de sus relatos y algunas, transité junto a ella, por ejemplo, semanalmente, rumbo al perdido cementerio, con un gran ramo de retamas amarillas o laureles rojos y blancos, para homenajear a su marido, muerto ya sabemos cuándo. Aunque lo pareciera, no se trataba de una rutina, no se repetían los sucesos, ni la ruta, ni las historias que acompañaban esos pasos.

Queda sola con su hijo de once años y una criada hija de la vida, apenas sabiendo el idioma, analfabeta, intenta infructuosamente continuar con el almacén de ramos generales, hasta que decide cerrarlo y dedicarse a lo que sí sabía hacer, sembrar la tierra, cosechar sus frutos, elaborarlos, criar sus gallinas y continuar. Fueron años duros, muy duros, de mucha austeridad, pero su perseverancia y tesón dieron sus frutos. Para ese entonces era doña María, respetada por la mayoría, el resto la envidiaba e intentaban ignorarla por sus propias mezquindades. Fue pilar incondicional del crecimiento de su hijo y de los criados ajenos, pero ya propios. Reconoció como testigo a las arrugas propias, reflejadas en los vidrios azotados por el reflejo del sol de las tardes, pero también en el espejo de la cómoda de su cuarto, que la recibía ni bien dejaba el lecho cada mañana, o cuando regresaba a acurrucar sus recuerdos en los sueños. la vida le devolvió una pequeña parte de lo arrebatado, dejando que mas allá del presente su existencia no pasara desapercibida. Pese a todo, la humildad fue su estandarte, y con él llegó a conquistar sus batallas.

Un tenue hilo de luz se filtraba por la alta ventana de dos hojas, con vidrio repartido y postigos de madera maciza del cuarto donde resguardando sueños, dormía. Era el día amaneciendo, un día que sucederá a otros y otros, mientras su vida transcurre y los años pasan, donde tomo conciencia de su existencia, donde pasa de todo, silencios, comentarios, miradas, indiferencias, enfrentamientos, falsedades, combos de todo tipo y a gusto de cada consumidor, hasta que me reconozco pertenecer, la reconozco como Mi Abuela, iniciando un camino de reconocimiento mutuo, habidos de entendernos, de aprender y enseñar, de desconectarme como ella y navegar junto a ella, a la deriva, entendiendo que su guía me protegía, desconectarme de los prejuicios y las mezquindades, de la soberbia y la estupidez, aprendiendo a tejer la coraza que ella tenía frente a esos calificativos agraviantes de lo cotidiano, curtiendo el temperamento, reglando mis propias reglas de compleja familiaridad recurrente, un receptor de ambos lados de una estúpida grieta, con la que aprendimos a convivir sabiendo que siempre existiría, más allá de nuestros esfuerzos o deseos, donde más crecía y mas me afianzaba a su sabiduría, más entendía sus silencios, más capitalizaba sus comentarios, pero ese desconectarme no bastaba y a pesar de los años, el volver a los mandatos ya no era casual sino consecuencia, una consecuencia de múltiples factores que facturaban  a sabiendas que afectarían el patrimonio y cuyo costo insistirían cobrar sistemáticamente, como todo lo facturado producto de los comportamientos sabios o erróneos, pero comportamientos al fin, tejedores de simple orfebrería.

Ese tejido fue modificado aquél día en que un joven seminarista desconocido llega al chalet de la calle Alsina, deseoso de encontrar paisanos que hagan menos penosa su estancia en esa lejana Patagonia, a miles de kilómetros de su amado Líbano, y me pregunta con voz amable y en un español mal hablado, pero entendible, si allí vivía la familia en cuestión, a lo que asentí, y entrando en la casa, voy en busca de María, que dedicadamente destejía un suéter de pura lana de cabra, para volver a tejer, sabe bien qué otra prenda, y viene a mi encuentro y los presento, aunque de ahí en más me fue difícil entender ya que el diálogo en un 90% es en árabe; diálogo conmovido, por momento sonriente, mayormente serio, por momento con lágrimas, intenso, donde el joven atendía el relato, que en un continuar hablando, me pide papel y lápiz, lo traigo y veo como comienza a redactar una carta, en árabe, dictada por una mujer a la que ese día, ese joven, le cambiaba la vida, le traía después de 50 años, una brisa fresca, que con los meses se convertiría en un vendaval de alegría. Así pasaron horas, horas en las que el ambiente se llenó de alegría y misterio, en un viaje de preguntas y respuestas para atesorar el paso del tiempo y sus cambios de escenarios, donde la estafeta postal, el Correo, por segunda vez vuelve a ser protagonista en la vida de esa mujer y en los suyos, que acompañamos con felicidad, intrigas e incertidumbre el destino de esa carta, que luego de ser leída con gran asombro en destino, fue remitida a un lugar de Uruguay, donde con grata sorpresa responden tres meses más tarde, describiendo y actualizando las ramas de ese árbol genealógico, que emocionó a María y la llenó de felicidad y amor, recompensando tantos años de cierta soledad y silencio, recompensada ese mismo año, con la visita de sus sobrinos que vivían en Uruguay, colmando sus expectativas en esos abrazos, miradas, escuchando sobre sus hermanos en oriente y occidente, el crecimiento, los años, la vida, y sus suspiros no dejaban de acongojar su alegría ante cada relato que emocionaba a los relatores y rebotaban en mas abrazos y bendiciones, como queriendo cobrar revancha a los años y reclamar los afectos atesorados y no demostrados, poniendo en carne viva al deseo y dando crédito a tantos rosarios con sinceras intenciones por cada uno de aquellos y estos, rosarios que para la fe de esa mujer cosechaban la mejor de las siembras, la recompensa del estar.

La felicidad recibió un sunami preanunciado… Un día me cuenta un sueño, donde estando a la orilla de un río, correntoso, pero no temerario, típico de la montaña, enmarcado por tupidos bosques, con un cielo celeste plomizo y sereno, ve a su hermana saludarla desde la otra orilla, agitando su mano, sonriente, la ve partir y ella despierta, sobresaltada, un tanto abrumada, como en un mal presagio, que yo trato de disipar, contrarrestando ese mal pensamiento, con un bello recuerdo de Hana, madre de dos de las sobrinas que la visitan, Mentha y Mountaha. Pasa poco menos de un año y viajamos todos a conocer al resto de la familia, y pese a que se trató de ocultar, el secreto se filtró y María se entera que ese día del sueño, su hermana Hana, que vivía también en américa, sin que ambas supieran, había muerto. Ya nada fue igual, la vida continuaba para todos, pero en ella se notaba una pausa, un quiebre, un desgarro difícil de remontar sin vientos de vida, sin fuerzas para correr tras el hilo de barriletes de otros tiempos, giró el sendero de sus planos, chocó de frente con un cáncer, no la asustó, lo vivió y lo padeció meses, en los que fue comiendo su salud, sin ejercer tanta resistencia, su fuerza debilitada por los años no ayudó, hasta que una tarde noche de un 18 de julio del año 1977, en mis brazos y dándome su bendición en árabe, cerró sus ojos y con ellos su historia.

Si debiera hacer una síntesis acotada de su tiempo, sin lugar a duda diría que su vestimenta es el fiel reflejo de su vida. Minimalista, natural, simple, austero, coherente, con carácter y con una estética que marcaba su personalidad y la diferenciaba del resto,

Ella era María Murad Murad de Murad, hija de Camela Yazbek Murad y José Sarkis Murad, nacida un 18 de abril de 1891, mi Abuela.

Jorge Murad + gestión esta a su disposición ante cualquier consulta...