La pérdida.
El calor de ese diciembre
recrudecía en el silencio de las primeras horas de la tarde, donde el dolor
protagonizaba la totalidad del momento. El cielo limpio y una brisa constante alentaban
los ardientes rayos de sol que se incrustaban sin cesar en la galería del patio
resecando todo lo que a su paso quemaba. Sin piedad y como imponiendo presencia
exigía que las mujeres, balde tras balde, mojaran los pisos y las plantas para
que el caliente viento se fuera transmutando en agradable brisa. El calor menguaba
con el paso de la tarde a la noche y la oscuridad traía la zozobra y los temores
del dolor presente en la carne del hombre y el corazón y pecho de los otros;
los que cuidaban de él y esperaban el milagro, ese que dicen viene con la
Navidad.
Junto con la Navidad de ese
año llegó su hora y el mismo día murió. Y sí... ¿porqué no morir en Navidad?
Para quien “quiere”, duele tanto que alguien muera un día cualquiera o en Navidad;
los afectos no miran fechas ni se atan a festividades, no conocen credos. ¡Los
afectos simplemente quieren (como si querer en este caso fuera poco), pucha!
que respetable suena aquí esa palabra... si se me erizan los pelos al pronunciarla
y me tiembla el pulso al escribirla. Es muy fuerte tomar conciencia que a ese
alguien al que queremos, no lo veremos más, que se murió, que solo nuestro
recuerdo y nuestra imaginación nos lo hará presente. Recuerdo de todos sus momentos
de vida e imaginación del hoy si estuviera; un juego de verdades e ilusiones
que combinados nos quitan un suspiro de nostálgica alegría.
La vida se tornó sepia y en
rigor de costumbre así lo hizo propio, honrando su nombre y pregonando con su
ejemplo. A más desgarrador el relato, más intenso su compromiso en los detalles
cronológicos. Hasta su postura corporal acompañaba cada gesto y cada frase. Tenía
la capacidad de envolver con su decir todo lo que la rodeaba. Era como ver una
película, ser parte de ella, transitar todos los recovecos y los laberintos de su
camino, camino que muchas veces acompañé en la escucha e interpretación de sus
relatos y algunas, transité junto a ella, por ejemplo, semanalmente, rumbo al
perdido cementerio, con un gran ramo de retamas amarillas o laureles rojos y
blancos, para homenajear a su marido, muerto ya sabemos cuándo. Aunque lo
pareciera, no se trataba de una rutina, no se repetían los sucesos, ni la ruta,
ni las historias que acompañaban esos pasos.
Queda sola con su hijo de once
años y una criada hija de la vida, apenas sabiendo el idioma, analfabeta,
intenta infructuosamente continuar con el almacén de ramos generales, hasta que
decide cerrarlo y dedicarse a lo que sí sabía hacer, sembrar la tierra, cosechar
sus frutos, elaborarlos, criar sus gallinas y continuar. Fueron años duros, muy
duros, de mucha austeridad, pero su perseverancia y tesón dieron sus frutos. Para
ese entonces era doña María, respetada por la mayoría, el resto la envidiaba e
intentaban ignorarla por sus propias mezquindades. Fue pilar incondicional del
crecimiento de su hijo y de los criados ajenos, pero ya propios. Reconoció como
testigo a las arrugas propias, reflejadas en los vidrios azotados por el reflejo
del sol de las tardes, pero también en el espejo de la cómoda de su cuarto, que
la recibía ni bien dejaba el lecho cada mañana, o cuando regresaba a acurrucar
sus recuerdos en los sueños. la vida le devolvió una pequeña parte de lo arrebatado,
dejando que mas allá del presente su existencia no pasara desapercibida. Pese a
todo, la humildad fue su estandarte, y con él llegó a conquistar sus batallas.
Un tenue hilo de luz se filtraba
por la alta ventana de dos hojas, con vidrio repartido y postigos de madera
maciza del cuarto donde resguardando sueños, dormía. Era el día amaneciendo, un
día que sucederá a otros y otros, mientras su vida transcurre y los años pasan,
donde tomo conciencia de su existencia, donde pasa de todo, silencios,
comentarios, miradas, indiferencias, enfrentamientos, falsedades, combos de
todo tipo y a gusto de cada consumidor, hasta que me reconozco pertenecer, la reconozco
como Mi Abuela, iniciando un camino de reconocimiento mutuo, habidos de entendernos,
de aprender y enseñar, de desconectarme como ella y navegar junto a ella, a la
deriva, entendiendo que su guía me protegía, desconectarme de los prejuicios y
las mezquindades, de la soberbia y la estupidez, aprendiendo a tejer la coraza
que ella tenía frente a esos calificativos agraviantes de lo cotidiano, curtiendo
el temperamento, reglando mis propias reglas de compleja familiaridad recurrente,
un receptor de ambos lados de una estúpida grieta, con la que aprendimos a
convivir sabiendo que siempre existiría, más allá de nuestros esfuerzos o
deseos, donde más crecía y mas me afianzaba a su sabiduría, más entendía sus
silencios, más capitalizaba sus comentarios, pero ese desconectarme no bastaba
y a pesar de los años, el volver a los mandatos ya no era casual sino
consecuencia, una consecuencia de múltiples factores que facturaban a sabiendas que afectarían el patrimonio y cuyo
costo insistirían cobrar sistemáticamente, como todo lo facturado producto de
los comportamientos sabios o erróneos, pero comportamientos al fin, tejedores
de simple orfebrería.
Ese tejido fue modificado aquél
día en que un joven seminarista desconocido llega al chalet de la calle Alsina,
deseoso de encontrar paisanos que hagan menos penosa su estancia en esa lejana Patagonia,
a miles de kilómetros de su amado Líbano, y me pregunta con voz amable y en un
español mal hablado, pero entendible, si allí vivía la familia en cuestión, a
lo que asentí, y entrando en la casa, voy en busca de María, que dedicadamente
destejía un suéter de pura lana de cabra, para volver a tejer, sabe bien qué
otra prenda, y viene a mi encuentro y los presento, aunque de ahí en más me fue
difícil entender ya que el diálogo en un 90% es en árabe; diálogo conmovido,
por momento sonriente, mayormente serio, por momento con lágrimas, intenso,
donde el joven atendía el relato, que en un continuar hablando, me pide papel y
lápiz, lo traigo y veo como comienza a redactar una carta, en árabe, dictada
por una mujer a la que ese día, ese joven, le cambiaba la vida, le traía después
de 50 años, una brisa fresca, que con los meses se convertiría en un vendaval
de alegría. Así pasaron horas, horas en las que el ambiente se llenó de alegría
y misterio, en un viaje de preguntas y respuestas para atesorar el paso del
tiempo y sus cambios de escenarios, donde la estafeta postal, el Correo, por
segunda vez vuelve a ser protagonista en la vida de esa mujer y en los suyos,
que acompañamos con felicidad, intrigas e incertidumbre el destino de esa carta,
que luego de ser leída con gran asombro en destino, fue remitida a un lugar de
Uruguay, donde con grata sorpresa responden tres meses más tarde, describiendo y
actualizando las ramas de ese árbol genealógico, que emocionó a María y la
llenó de felicidad y amor, recompensando tantos años de cierta soledad y
silencio, recompensada ese mismo año, con la visita de sus sobrinos que vivían
en Uruguay, colmando sus expectativas en esos abrazos, miradas, escuchando sobre
sus hermanos en oriente y occidente, el crecimiento, los años, la vida, y sus
suspiros no dejaban de acongojar su alegría ante cada relato que emocionaba a los
relatores y rebotaban en mas abrazos y bendiciones, como queriendo cobrar revancha
a los años y reclamar los afectos atesorados y no demostrados, poniendo en
carne viva al deseo y dando crédito a tantos rosarios con sinceras intenciones
por cada uno de aquellos y estos, rosarios que para la fe de esa mujer
cosechaban la mejor de las siembras, la recompensa del estar.
La felicidad recibió un sunami
preanunciado… Un día me cuenta un sueño, donde estando a la orilla de un río, correntoso,
pero no temerario, típico de la montaña, enmarcado por tupidos bosques, con un
cielo celeste plomizo y sereno, ve a su hermana saludarla desde la otra orilla,
agitando su mano, sonriente, la ve partir y ella despierta, sobresaltada, un
tanto abrumada, como en un mal presagio, que yo trato de disipar, contrarrestando
ese mal pensamiento, con un bello recuerdo de Hana, madre de dos de las sobrinas
que la visitan, Mentha y Mountaha. Pasa poco menos de un año y viajamos todos a
conocer al resto de la familia, y pese a que se trató de ocultar, el secreto se
filtró y María se entera que ese día del sueño, su hermana Hana, que vivía también
en américa, sin que ambas supieran, había muerto. Ya nada fue igual, la vida
continuaba para todos, pero en ella se notaba una pausa, un quiebre, un
desgarro difícil de remontar sin vientos de vida, sin fuerzas para correr tras
el hilo de barriletes de otros tiempos, giró el sendero de sus planos, chocó de
frente con un cáncer, no la asustó, lo vivió y lo padeció meses, en los que fue
comiendo su salud, sin ejercer tanta resistencia, su fuerza debilitada por los años
no ayudó, hasta que una tarde noche de un 18 de julio del año 1977, en mis
brazos y dándome su bendición en árabe, cerró sus ojos y con ellos su historia.
Si debiera hacer una síntesis acotada
de su tiempo, sin lugar a duda diría que su vestimenta es el fiel reflejo de su
vida. Minimalista, natural, simple, austero, coherente, con carácter y con una
estética que marcaba su personalidad y la diferenciaba del resto,
Ella era María Murad Murad de
Murad, hija de Camela Yazbek Murad y José Sarkis Murad, nacida un 18 de abril de
1891, mi Abuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Jorge Murad diseño + gestión esta a su disposición ante cualquier consulta... y agradece su visita.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.