jueves, 10 de junio de 2021

María Sarkis Yazbek Murad Murad de Murad - EL DESCONSUELO

El desconsuelo.

 

La hambruna ya corría su maratón indecorosa, adentrándose en las tierras sin restringir pasaporte a ningún mortal, a medida que transitaba invitaba a padecer, a sentir, a ver entristecer las miradas, a gemir la palabra pan, sin entender cuándo había pasado eso y porqué, los hombres que no eran forzados a la guerra, migraban y los que quedaban trataban de trabajar una tierra sin nada que cosechar, mientras que las mujeres fueron las decididas, en su mayoría, viendo más allá de los mandatos, salen a enfrentar la guerra, las enfermedades, el hambre y la desolación.

El dolor más grande fue ver llegar una peste, la hambruna siempre anda con malas compañías, sequías, ratas, piojos, fiebre, que no sucumbían a los simples ungüentos, paños fríos o aceites y menos a los constantes y sinceros rezos de piedad. El tifus se apodero de las victimas de la guerra e hizo estragos en oriente y occidente, un daño colateral producto de esa contienda a la que fueron convidados de piedra, y sin tener salvoconducto para evitarlo, ocurrieron las generales de la ley, le tocó que golpeara su puerta y se llevara al hijo recién parido, Pedro, nieto de José hijo de Sarkis, también Murad. En una mezcla de desgarro y entereza supo enfrentar todo con ese corazón herido ferozmente. Lo envolvió en ese manto blanco y acompañada por su padre le dio sepultura. Desde ese momento, María hizo carne la memoria de ese hijo, vistiendo un riguroso negro de luto, el más negro e intenso negro luctuoso de los negros y lo llevó hasta su tumba, siendo a mi entender el más sublime homenaje que le tributara día a día, junto al rosario del amanecer. Así era ella, de una simpleza austera, sin grandilocuencias. No pregonaba por el reconocimiento y su recompensa era sentirse fiel a sus convicciones, sin importarle el qué dirán.

Recuerdo a María decirme que en casa de su padre, pese a la guerra, no sobraba dinero, pero tampoco faltaba, lo que no había eran alimentos que comprar, la persecución otomana regresó con nuevos ímpetus entre 1914 y 1918, bloqueando todos los accesos a las montañas causando un desastre humanitario terrible, decenas de miles de personas murieron de hambre y de enfermedades, mientras que otros tantos miles, emigraron en busca de mejores oportunidades. Pensando en su hija dio vuelta esa página de dolor y curtida por ese dolor, se desconecta de esas ataduras, gracias a sus fugaces intentos anteriores, sale a los campos en busca del pan, se siente responsable, se hace responsable, ejerce ese libre albedrío y transita esa responsabilidad por diversos lugares, lleva esa libertad al límite de sus posibilidades, decide ir más allá de las montañas y caminó en busca de trabajo y trabajó en donde pudo y en lo que pudo, siempre pensando en lo que había quedado en casa.  Así de cruda la realidad de esos tiempos en los que se veían al asecho los daños colaterales, esas fallas del sistema, de los desgobiernos, los egoísmos y los negociados de todos contra todos, pero a favor de ellos, no de estos que, eran los conectados, los necesarios para alimentar la “Matrix”, la Gran Puerta, que reproducía a su antojo los guarismos necesarios para fortalecerse. Nada de eso era análisis filosófico de su cotidianidad, lo vivía como podía y punto.

Muchos fueron los tiempos en que, a la hora de la siesta, en ese silencio de pueblo, se sucedían los relatos de lo ocurrido en aquellos años, de como fue mutando su comportamiento para igualar sus beneficios, como aprender a fumar ya que para eso se les otorgaba a los hombres un descanso en la cosecha, descanso que las mujeres no tenían, y era por eso que sus pares la miraban primero con asombro, luego la juzgaban, hasta que con admiración trataban de imitarla; o el de disfrazarse y como polizón viajar en tren hasta la costa para recolectar sal. A medida que la escasez se hacía más notoria, su capacidad de ingenio se agudizaba, de igual manera que su perseverancia y su temple, hubo veces en las que tardaba días, después semanas y hasta meses en regresar, eran las veces que, fortalecida por ese libre albedrío a su diestra y su destino a la siniestra, volvía a romper el espejismo y se escabullía en la maleza para que la enorme serpiente que cruzaba el camino, no la viera y la devore. El llanto también la invadía, pero respetaba el pacto de cambiar ira por lágrimas y la ayudaba a descargar sentimiento de enojo, impotencia y soledad. Llanto y fortaleza cohabitaban en ella mientras sus pies se llagaban de tanto caminar senderos. Solía ir con su hija a la residencia patriarcal, donde se agolpaban de a cientos los peregrinos, esperando que dieran la orden de entregar un pan y con una ingenua picardía de hambruna, repetía la cola, las veces que podía, para poder regresar con dos o tres panes más. Muchas, tiernas, dolorosas, fantásticas, crudas, pero muchas fueron esas historias que atesora mi memoria, como cuando decide ir más allá de las fronteras de lo supuestamente permitido y recorre desfiladeros de moral, que al regreso intentan endilgarle con la más cruel flagrancia, llevada de boca en boca como regadero de pólvora, en el chismerío más bajo de la aldea, desnudando francamente sus pechos, ante la multitud, como prueba de su inocencia mancillada; o como cuando fue motor de esperanza, donde el cura comentó su valentía de trabajar rudamente en las tierras comarcales, mezclada entre los hombres, que asechaban su género, imposible de cosificar, por su fortaleza y su clara vocación de vivir sin doblegarse a ciertos mandatos, admirada por su padre, pero también por el cura, que no era fiel discípulo del Patriarca,  hoy lo llamaríamos cura en opción por los pobres, pero también imitada por otras mujeres que entendieron el motivo de su mitigar.

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