El
desconsuelo.
La hambruna
ya corría su maratón indecorosa, adentrándose en las tierras sin restringir pasaporte
a ningún mortal, a medida que transitaba invitaba a padecer, a sentir, a ver
entristecer las miradas, a gemir la palabra pan, sin entender cuándo había pasado
eso y porqué, los hombres que no eran forzados a la guerra, migraban y los que
quedaban trataban de trabajar una tierra sin nada que cosechar, mientras que
las mujeres fueron las decididas, en su mayoría, viendo más allá de los mandatos,
salen a enfrentar la guerra, las enfermedades, el hambre y la desolación.
El dolor
más grande fue ver llegar una peste, la hambruna siempre anda con malas compañías,
sequías, ratas, piojos, fiebre, que no sucumbían a los simples ungüentos, paños
fríos o aceites y menos a los constantes y sinceros rezos de piedad. El tifus se
apodero de las victimas de la guerra e hizo estragos en oriente y occidente, un
daño colateral producto de esa contienda a la que fueron convidados de piedra,
y sin tener salvoconducto para evitarlo, ocurrieron las generales de la ley, le
tocó que golpeara su puerta y se llevara al hijo recién parido, Pedro, nieto de
José hijo de Sarkis, también Murad. En una mezcla de desgarro y entereza supo
enfrentar todo con ese corazón herido ferozmente. Lo envolvió en ese manto blanco
y acompañada por su padre le dio sepultura. Desde ese momento, María hizo carne
la memoria de ese hijo, vistiendo un riguroso negro de luto, el más negro e intenso
negro luctuoso de los negros y lo llevó hasta su tumba, siendo a mi entender el
más sublime homenaje que le tributara día a día, junto al rosario del amanecer.
Así era ella, de una simpleza austera, sin grandilocuencias. No pregonaba por el
reconocimiento y su recompensa era sentirse fiel a sus convicciones, sin importarle
el qué dirán.
Recuerdo
a María decirme que en casa de su padre, pese a la guerra, no sobraba dinero,
pero tampoco faltaba, lo que no había eran alimentos que comprar, la persecución
otomana regresó con nuevos ímpetus entre 1914 y 1918, bloqueando todos los
accesos a las montañas causando un desastre humanitario terrible, decenas de
miles de personas murieron de hambre y de enfermedades, mientras que otros tantos
miles, emigraron en busca de mejores oportunidades. Pensando en su hija dio vuelta
esa página de dolor y curtida por ese dolor, se desconecta de esas ataduras, gracias
a sus fugaces intentos anteriores, sale a los campos en busca del pan, se siente
responsable, se hace responsable, ejerce ese libre albedrío y transita esa responsabilidad
por diversos lugares, lleva esa libertad al límite de sus posibilidades, decide
ir más allá de las montañas y caminó en busca de trabajo y trabajó en donde pudo
y en lo que pudo, siempre pensando en lo que había quedado en casa. Así de cruda la realidad de esos tiempos en los
que se veían al asecho los daños colaterales, esas fallas del sistema, de los
desgobiernos, los egoísmos y los negociados de todos contra todos, pero a favor
de ellos, no de estos que, eran los conectados, los necesarios para alimentar la
“Matrix”, la Gran Puerta, que reproducía a su antojo los guarismos necesarios
para fortalecerse. Nada de eso era análisis filosófico de su cotidianidad, lo vivía
como podía y punto.
Muchos
fueron los tiempos en que, a la hora de la siesta, en ese silencio de pueblo,
se sucedían los relatos de lo ocurrido en aquellos años, de como fue mutando su
comportamiento para igualar sus beneficios, como aprender a fumar ya que para
eso se les otorgaba a los hombres un descanso en la cosecha, descanso que las
mujeres no tenían, y era por eso que sus pares la miraban primero con asombro,
luego la juzgaban, hasta que con admiración trataban de imitarla; o el de disfrazarse
y como polizón viajar en tren hasta la costa para recolectar sal. A medida que la
escasez se hacía más notoria, su capacidad de ingenio se agudizaba, de igual
manera que su perseverancia y su temple, hubo veces en las que tardaba días, después
semanas y hasta meses en regresar, eran las veces que, fortalecida por ese
libre albedrío a su diestra y su destino a la siniestra, volvía a romper el
espejismo y se escabullía en la maleza para que la enorme serpiente que cruzaba
el camino, no la viera y la devore. El llanto también la invadía, pero respetaba
el pacto de cambiar ira por lágrimas y la ayudaba a descargar sentimiento de
enojo, impotencia y soledad. Llanto y fortaleza cohabitaban en ella mientras
sus pies se llagaban de tanto caminar senderos. Solía ir con su hija a la
residencia patriarcal, donde se agolpaban de a cientos los peregrinos,
esperando que dieran la orden de entregar un pan y con una ingenua picardía de hambruna,
repetía la cola, las veces que podía, para poder regresar con dos o tres panes
más. Muchas, tiernas, dolorosas, fantásticas, crudas, pero muchas fueron esas historias
que atesora mi memoria, como cuando decide ir más allá de las fronteras de lo
supuestamente permitido y recorre desfiladeros de moral, que al regreso intentan
endilgarle con la más cruel flagrancia, llevada de boca en boca como regadero
de pólvora, en el chismerío más bajo de la aldea, desnudando francamente sus
pechos, ante la multitud, como prueba de su inocencia mancillada; o como cuando
fue motor de esperanza, donde el cura comentó su valentía de trabajar rudamente
en las tierras comarcales, mezclada entre los hombres, que asechaban su género,
imposible de cosificar, por su fortaleza y su clara vocación de vivir sin
doblegarse a ciertos mandatos, admirada por su padre, pero también por el cura,
que no era fiel discípulo del Patriarca, hoy lo llamaríamos cura en opción por los
pobres, pero también imitada por otras mujeres que entendieron el motivo de su
mitigar.
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