El
desgarro.
Un día,
su padre, José Sarkis, hijo de Sarkis, la llama y le anuncia que, el llamado llegó.
Tuvieron
que pasar once largos, duros, dolorosos y algunos pocos felices años, para que
él la mandara a buscar. Solo a ella. Habían cambiado las claves, en su corazón
los códigos. En su amor de madre no cabía entender esa realidad, el tener que despegarse
de su hija para viajar al nuevo mundo, ¿cómo decirlo? ¿Cómo digerir la frialdad
de una decisión tomada al otro lado del mundo?, ¿cómo tener que transitar impotente
ese momento de separación? Ante tal conmoción, su padre, como patriarca de la
familia, habla y dice lo que será. La niña quedaría al cuidado de
él.
Escuché su relato, lo pienso y
aun así no logro dar dimensión a ese momento de dolor.
Los mandatos priorizan, la
obediencia se torna exigente y emprende ese camino avalada por su propio juramento
y cuyo objetivo estaría cumplido al momento en que se reencontrara con su hija.
Hija que paradójicamente al llegar a América tenía devoción por su padre y no
tanto así por su madre. Creo entender que los mandatos, la obediencia y la
sumisión cumplieron su rol al pie de la letra, el patriarcado en su máximo
esplendor podríamos decir, tal es así que fue casada con un pariente.
Sí, así de crudo y así de incomprensible otra vez
tuvo que callar y en silencio partir, dejando lo más preciado que tenía, viviendo
en su travesía lo peor que la guerra le podía mostrar, muerte, miseria,
desolación, sufrimiento.
Cuando
el vapor partió, vino a su memoria la cara de su hija, la de su familia
acongojada y su corazón se estrujaba de tristeza, porque en un punto sabía que
lucharía por juntarse pronto con la niña, pero también era consciente que dada
las circunstancias no volvería a ver a los suyos, por eso trataba de grabar en
su memoria esos rostros amados, esas vidas queridas, procurando retener los mejores
momentos. El primer puerto que toca su barco es Génova, donde lo único que más
la impacta no es el contacto con la civilización occidental, sino el ver la
cara visible de lo que después entenderá es el daño directo de una guerra, la
cantidad de mujeres solas vestidas de negro. Eran las viudas de la guerra, la
cruel realidad de una guerra de otros que padecen estos. La hipocresía vuelve a
mostrar sus rasgos, pero en este caso manchados de sangre. Rasgos de muerte y
miseria, del poderoso ante el oprimido, de la codicia, de la crueldad, de todo
eso que los conflictos de tamaña magnitud saben que se dan por un propósito preexistente,
que escapa al conocimiento de las mayorías involucradas por decisiones de otros.
Allí también abordaron migrantes. Después no sé en qué puertos paró antes de
emprender la travesía atlántica. Del trayecto de ahí a Argentina
mi recuerdo es confuso. Lo hizo en las mismas condiciones que la mayoría de los
migrantes, sin saber el idioma, con escaso dinero, con escases de comida y en
situación de bastante hacinamiento, con la presión de la rapiña al asecho y un
notorio maltrato que roza el desprecio por parte de la tripulación.
Como anecdótico, una vez en Buenos
Aires pierde contacto con su amigo Masoud Chaer, de la aldea de los Chaer,
vecina a Shatín (con quien viajó desde las montañas libanesas), ya que éste
viajaba de polizón y al arribar al puerto, para no ser descubierto, se arrojó
del barco. A él lo volverá a ver al tiempo…
En el tren que la lleva rumbo al
sur de esa inmensa pampa húmeda, no logra mantener diálogo con nadie y llora
por sed, hasta que el convoy se detiene en Olavarría, donde el guarda se apiada
de ella y llama a un “turco” que trabajaba en la estación, para que logre entender
lo que esa mujer pedía, y así llega a Bahía Blanca, donde trasborda a una
diligencia, una especie de colectivo tirado por caballos, para hacer los trescientos
kilómetros que la separan de Carmen de Patagones, donde la esperaba un sulky
que había mandado su marido para buscarla. Él la estaría esperando a mitad de
camino con un asado y un cajón de cerveza (esta anécdota me causó mucha gracia
y ternura a la vez, más allá de entender el desconocimiento que tenía de ella,
ya que no bebía alcohol). Es allí, de una manera tan simple pero tan significativa,
donde se produce el reencuentro con su marido, de quien pienso más como haciendo
un trámite, pero cerciorándose de poner en autos, pero ponerse en autos después
de tantos años, con mucha agua corrida bajo los puentes, de reconocerse más allá
del matrimonio y no sería fácil con una década encima que los había cincelado
con muy distintas intenciones, pero tallado al fin, su carácter, su personalidad,
sus experiencias, siendo los mismos siendo otros, la vida les había pasado y
les estaba pasando, con ellos, más allá de ellos y a pesar de ellos.
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