La convicción.
Un capítulo no menor fue el
insertarse en el almacén de ramos generales de Jorge, su marido, que a su
llegada convino que su lugar era puertas afuera del negocio, dedicándose a las “tareas
hogareñas”, rol que por mandato el hombre asignaba, pero María no se trataba de
cualquier mujer, era alguien a quien la vida le otorgó herramientas, la
capacitó para salirse de esos ancestrales preceptos, a desconectarse del sistema,
demostrando que las diferencias no eran más que perversa retorica patriarcal,
cruel y lastimosa, cuyo resultado transcribió en los hechos y sin saber el
idioma, colaboraba luego de observar por repetición como se hacía cada cosa, aunque
en más de una ocasión se notaba su impronta. Ese observar tenía implícito un
estricto control de todo. Nada estaba librado al azar, al punto de llevar un registro
mental de los ingresos. Ya que su analfabetismo no le permitía leer los libros
de caja. Todo un tema, ya que de eso no se hablaba. No era de su incumbencia,
hasta que logró romper esos usos y metió mano en la caja. No por motivos mezquinos,
sino por el objetivo primordial que su corazón le reclamaba día a día, momento
a momento, instante a instante; lograr juntar el dinero necesario para traer a
su hija. Dinero del que hablaba con Jorge y al que él esquivaba por sentimientos
encontrados con sus sobrinos a los que había tomado cariño después de tantos
años y ahora con el nacimiento de su hijo varón. Pero nada justificaba y era excusa
para María, Jamás declinaría.
No se lo perdonaría nunca.
Como no se hubiese perdonado ni
dudó, cuando quisieron en plena guerra, cambiarle a su pequeña hija por un plato
de trigo, sí, parece inconcebible, pero el hecho existió, una familia que no
tenía hijos vio la oportunidad y lo intentó.
Volvamos a esos años en medio
de esa guerra que no medía su capacidad de fuego, ese tiempo en el que la
escases de alimentos tocaba todas las puertas, momentos en los que se aprendió a
comer yuyos con tan solo un poco de aceite, sin sal obvio, porque la sal era un
bien muy caro, tan caro que logró alto valor de cambio, y esa fue la razón por
la que se escabullía en los trenes que iban a los pueblos costero, logrando traer
ese preciado condimento, que ella misma recogía en arduas y dolorosas horas de
trabajo, con una cesta de paja, donde zarandeaba el agua de mar para recolectar
en cada cedazo una muy pequeña cantidad, repitiendo esa rutina por horas, sintiendo
como su piel se ardía expuesta al sofocante sol y al agua de mar.
Con la ayuda de un pariente,
también Sarkis, llega hasta la estafeta postal, con el fin de saber cuánto contaría
traer a su hija. Regresa al día siguiente, entrega el monto necesario y camina
de regreso a la casa con la euforia del paso dado, con su corazón rebosante de
esperanzas.
Pasan varios meses antes de
que su hija llegue. Es que al parecer “alguien se quedó con un vuelto de su dinero”,
el pasaje de Cecilia tuvo destino Montevideo y no Buenos Aires. Por eso es por lo
que desde su llegada a América tuvieron que pasar tres largos meses antes del
reencuentro. La adolescente debió trabajar para poder costear el billete que la
llevaría a destino. Fue una familia libanesa que se conmovió y la rescató del
puerto uruguayo, llevándola a su casa y ofreciéndole labores domésticas que
conllevaran su paga, albergue y comida.
A partir de ahí, ya en suelo argentino,
los cuatro tuvieron que reaprender a reconocerse, a sentirse familia y crecer. Sabido
fue que el destino de Cecilia se digitó según los mandatos ancestrales. Aunque ese
mismo destino apuró los tiempos y se precipito como un alud inmanejable, como
una catarata repentina en el manso río, todo fue tras todo y a pesar de todo, llevándose
partes, desmembrando…
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